Te cuento que ella



Salí del metro de Callao y busqué la mejor zona para esperarla. Ni recuerdo cuántas veces había imaginado esa misma escena. Me apoyé en la pared de los cines e hice como que miraba algo en el móvil. Estaba nervioso y no quería que se me notara. Desde ahí, tendría una vista privilegiada de ella, nada más saliera del metro. No sabía cómo colocarme de manera que le pudiera causar una buena impresión. Mientras tanto, no pasaron más de 30 segundos cuando vi su sonrisa por primera vez. Esa sonrisa.

Por teléfono siempre le decía que me moría de ganas de ver cómo sonreía. La vida me ha enseñado a enamorarme de sonrisas, de ojos, de formas de acariciar o de besar. Es la mejor forma de hacer sentir a un corazón ya que nada de eso engaña, al contrario de unas palabras. Y ahí estaba ella, viniendo hacia mí con paso torpe y veloz. Seguramente estaba muy nerviosa. Más que yo. Yo no dejaba de mirarle sus labios. Porque, déjenme decirles que eso fue lo primero que conocí de ella y desde entonces, no hubo día que no los imaginara junto a los míos. De esa forma, cuando se me planta delante, no puedo evitarlo. Sí, la besé.

Presenté mis labios a los suyos. Al principio, se comportaban inseguros. Aunque no se habían conocido hasta ese mismo momento, parecía que tenían mucho que contarse porque tardaron un buen rato en separarse. Yo la abracé. Noté ligeramente que temblaba, así que la apreté fuerte contra mi pecho, haciéndole entender que ya está. Que el momento había llegado. Que no debía tener miedo. Que la espera terminó y que por fin, estábamos juntos.

Caminamos entre las calles de Madrid, sin rumbo fijo. Le propongo ver el atardecer desde el Templo de Debod y ella asiente. Es entonces cuando me presenta la palma de su mano hacia arriba. No dijo nada. Sólo la mostró. Como queriendo decir "sube, que te llevo". Entrelazo mis dedos entre los suyos y en mi cabeza escuché un pequeño 'click'. El mismo sonido que hacen dos piezas de un puzle cuando encajan. Ella me aprieta fuerte la mano. Me mira y me sonríe. Puede que también lo escuchara.

Y déjenme contarles que en ese fin de semana junto a ella, le pusimos nombres a las calles de Madrid, besos a los bancos de Debod, caricias a los sofás de Malasaña, risas a las paradas de taxis. En ese fin de semana, descubrimos Madrid de noche, deseamos encontrarnos un semáforo en rojo para encontrar un nuevo motivo para abrazarnos, el parque del Retiro se convirtió en pleno agosto siendo principios de mayo. En ese fin de semana, me vi reflejado en el espejo de sus retinas, llegué a respirar de su boca, nos llenamos de más ojalás, de los que deben cumplirse. En ese fin de semana, sentí sus ganas, ella las mías y nos sobraron personas en aquél bar.

Ella me habla de que le bato todos los récords de ganas. Ella, que tiene el Guiness en provocarme sonrisas por minuto. Ella me dice que se ha vuelto adicta a mi piel. Ella, que por cada beso que le doy en el cuello quiero darle otros tantos más. Ella camina a mi lado y me pregunta todo el rato por qué me río. Ella, que no sabe que estaba guardando en mi retina cada minuto a su lado para escribirle precisamente esto.

Y en todo ese fin de semana que pasé junto a ella, no existía el paso del tiempo. No existían los problemas. No existía nadie más. Y que si alguna vez me rompieron el corazón, yo ya no me acuerdo.

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