Comida a domicilio


Es la hora de comer y no hay nada en el frigorífico. Le pregunto si quiere que vayamos al supermercado a comprar comida. Ella se planta delante de mí, sin decir nada, se muerde el labio inferior y empieza a desnudarse despacio. Para cuando termina de quitarse la camiseta, algo me baja desde el pecho hacia el pantalón. La agarro de la cintura y la aprieto contra la hebilla de mi cinturón. Seguro que puede notar mis ganas. Las que ella ha creado en sólo un par de segundos. Me quita la camiseta y acerca su pecho al mío. Le aparto el pelo y cuando pierdo mis labios en la carretera de su cuello se produce una lucha entre quién de los dos empieza a respirar de manera más agitada.

Ella me besa apasionadamente. Despacio, pero intenso. Su lengua choca contra la mía repetidas veces y yo juego a desabrocharle el pantalón, que llega a caer al suelo. Los aparta de la escena con un hábil juego de pies mientras yo hago lo propio con los míos. Para entonces, tan sólo la fina capa de nuestra ropa interior separaba su océano de mis ganas. Hacía apenas un par de minutos que habíamos llegado a aquella casa y yo ya sentía que había perdido el control. 

La abrazo por la espalda y sin dejar de besarla, recorremos el pasillo de espaldas, chocándonos contra las paredes buscando la puerta de la habitación. La empujo contra la cama y la observo con lujuria. Su mirada penetra en la mía y sin necesidad de que me diga nada sé perfectamente lo que pasa por su cabeza. Se quita la ropa interior, abre sus piernas y me invita a entrar. Yo, obediente, hago lo mismo, me planto delante de la puerta y una vez dentro, descubro un sitio que parece el paraíso.

La siento. Cómo la siento. Mientras entro poco a poco, ella va suspirando despacio mientras nuestras caderas empiezan a moverse a la par, casi como si lo hubieran hecho antes toda la vida. A mí me tiemblan las piernas. Nos miramos, cómplices. Sonríe y me abraza. Nuestro vals empieza a convertirse en tango con el paso de los segundos. Posa su boca junto a mi oreja mientras sus gemidos se instalan en mi cerebro, convirtiéndose automáticamente en mi sonido favorito. Nuestro amor se hace eco gracias al golpe de la cama contra la pared. Los vecinos deben estar oyéndonos pero eso, lejos de hacernos parar, nos hace seguir mucho más rápido.

Me incorporo y observo su cuerpo debajo del mío. Nuestras caderas se unen y separan como si intentas despegar los polos opuestos de dos imanes una y otra vez. Sus piernas, esas piernas tan increíbles, me abrazan por detrás y hacen mucha más presión al entrar. Hace calor. Mucho. No sé si son los casi 40 grados que entran por la ventana o que ella me hace vivir en un continuo agosto habiendo llegado en mayo.

Pierdo la noción del tiempo. Sólo sé que la tengo entre aquellas sábanas, estremeciéndose una y otra vez. El corazón me va a mil. Mi sangre ya no es sangre sino champán atrapado bajo el tapón de corcho, a punto de estallar. Siento que me entrego, que dejo de ser. Y exploto. Me elevo sobre mi cuerpo y llego a donde no había estado antes. Efectivamente, era el paraíso. Me doy cuenta de que todo ese rato, el que haya sido, he vivido entre sus piernas para acabar muriendo en su pecho y enterrado por su sonrisa.

Un rato después, mientras seguimos tirados en la cama uno al lado del otro mirando hacia el techo e intentando recomponernos del esfuerzo, giro mi cabeza hacia ella.

—Cariño.
—¿Qué?
—Pedimos que traigan comida a casa, ¿no?

Comentarios

Entradas populares de este blog

Clímax

La última vez

Por primera vez