La chica de la mirada profunda

 


No sé qué hora es. Puede que el reloj pase de las 12 del mediodía. Hace calor en la habitación. Bastante. A pesar de eso, ella duerme a mi lado tapada por encima de la cintura. Me quedo mirándola. Oigo su respiración. Yace tranquila, relajada. Sonrío levemente. Qué caprichoso es el destino. A veces, la vida está llena de bonitas casualidades, como la de ella, la nuestra. Porque hay cosas que simplemente están destinadas a producirse.

40 horas antes, se subió al coche y se sentó en la parte de atrás. Yo no la miré. Iba delante, distraído con el móvil. Un rato después, nos quedamos a solas por unos minutos. Es entonces cuando me giro y cruzo mis ojos por primera vez con los suyos. Unos ojos oscuros, profundos, llenos de secretos e historias por revelar. Yo aún no lo sabía, pero perderme en esa mirada iba a ser mi pasatiempo favorito ese fin de semana.

Es un rato después cuando se produce la magia. Nos encontrábamos en un lugar rodeados de otras personas y la suerte quiso que nos quedáramos a solas sentados en aquella mesa. Hablamos, y a cada minuto que pasaba, la conversación se hacía más interesante y ella captaba más mi atención. Fue una de esas conversaciones que uno no tiene con cualquiera. Una donde dos personas tratan de ver cómo son por dentro en ese juego de curiosidad, misterio e interés. Y es ahí, mientras me mira fijamente, cuando sucede.

El tiempo se paró en sus ojos. Recuerdo perfectamente ese momento. Es casi como si nada existiera alrededor. Solo ella y esa mirada tan intensa. Una mirada que ni ella misma sabe del poder que tiene. Yo, clavo mis ojos en los suyos mientras el silencio inunda la escena. Pasaron unos segundos, quizá unos 10 o 15, hasta que terminamos apartando la mirada a la vez que sonreíamos. A veces, no hace falta decir nada para decirlo todo. Aquella noche hicimos el amor con la mente y acabamos borrachos de oxitocina.

En ese fin de semana, no le hizo falta quitarse la ropa para desnudarse por completo ante mí. Me abrió su alma, agarró mi mano y me dio un paseo por su vida. Me hizo ver que no la han querido bien. Me enseñó dónde le duele y cómo lucen esas cicatrices que no se pueden ver a simple vista. Ella tampoco necesitó ponerme un dedo encima para desnudarme el corazón. Me abrí, como hacía tiempo no lo hacía. Mostré aquello que durante años siempre me dio miedo mostrar a nadie, por temor a que no supieran comprenderlo. Desnudarse la piel lo hace cualquiera; el alma, pocos valientes saben hacerlo.

A ella (y al cúmulo de casualidades de ese fin de semana), aún le faltaba algo por lo que terminar de sorprenderme del todo. Un olvido hizo que nos quedáramos a solas en el coche, momentáneamente. Yo esperaba fuera, de pie; ella, dentro. Tras unos segundos mirándonos a los ojos, se levantó y acortó los pasos que la separaban de mí. Me agarró el cuello y juntó su boca con la mía. Yo, me dejé llevar.

Sus labios sabían a verano. Se pegaron a los míos y no se separaban, como los polos opuestos de un imán. La abracé por la cintura y la atraje hacia mí, mientras nuestros labios se conocían por primera vez. Había imaginado bastantes veces en las últimas 48 horas cómo sería besarla, pero dentro de lo sorprendente, curioso y mágico que fue todo en ese fin de semana, la realidad superó con creces la ficción.

Cuando llegó el momento de despedirnos, no quise mirarla a los ojos una última vez, por si de casualidad esa era la última vez que lo hacía. En Sevilla caían casi 50 grados y aunque el termómetro no le diera la razón, mi cuerpo se congeló cuando pasó con el coche por delante de mí y se despidió alzando la mano. Mis pies caminaron en dirección a la estación, sin querer ir hacia allí, tirados contra su voluntad por mi cerebro, el mismo que durante todo ese fin de semana conoció a la chica de la mirada profunda, a la que muchos miran, pero pocos, como yo sí pude hacer, pueden ver.


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