El día en que la conoció


Hay días que pasan por nuestra vida sin mayor trascendencia. Hay días en los que te levantas, desayunas, te duchas, vas al trabajo, vuelves, haces el vago en casa y te vas a dormir sin que haya sucedido nada reseñable, nada que vayas a recordar para el resto de tus días.

Aquél día fue especial. Aquél día sí que lo recordaría para siempre.

Sentada en la mesa de una cafetería la encontró. Pelo moreno, de larga melena. Una boca que al dibujar una leve sonrisa formaba una peligrosa curva en su comisura sobre la que habría que poner una señal de advertencia. Sus ojos se escondían detrás de unas enormes gafas de sol. Cruzaba sus piernas, una por encima de la otra, sobre un vestido negro largo por debajo de la rodilla mientras hablaba por teléfono. Él se sentó un par de mesas más allá, justo donde tenía un perfecto campo de visión hacia esa chica. 

Pidió lo de siempre, un capuccino, e hizo lo de siempre, ojear Twitter para enterarse de las últimas noticias. Aunque sus ojos estaban puestos encima de la pantalla de su móvil, en su cabeza estaba situado perfectamente el lugar donde se encontraba ella con la misma precisión de un GPS. Los tweets iban pasando uno detrás de otro, pero había algo dentro de su cabeza que le obligaba a mirarla a ella de vez en cuando. Era inevitable no hacerlo.

En un momento dado, ella se quita las gafas de sol y él observa que lleva los ojos a juego con su maravilloso pelo negro. Unos ojos afilados y oscuros capaces de atravesar hasta la pared más dura de hormigón. A él le pilló aquello bebiendo un sorbo del café, y tuvo que parar para poder contemplarlos sin atragantarse. A cada segundo que pasaba, le iba gustando más.

Ella dejó de hablar por teléfono y se centró en su desayuno, el cuál había dejado a la mitad. Es entonces cuando a la vez que ella se llevaba un trozo de tortita a la boca, cruza su mirada por primera vez con él. Fueron tan sólo dos segundos, pero él sintió aquellos ojos negros apuntando a los suyos como una daga envenenada de Cupido directa a su corazón. Dicen los científicos que necesitamos sólo de siete segundos para enamorarnos de alguien. A él le sobraron cinco.

El corazón le latía en su pecho con la misma fuerza que si hubiera subido siete pisos de escaleras. Las mariposas subían por su estómago tal y como si se hubiera montado en un meteorito que le llevaba a otro mundo donde todo es emocionante. Era extraño. Nunca se había sentido así. La miraba y sentía como si la conociera de antes. Su aura le resultaba familiar. Cercana. Amable. Sentía como si hubiera estado siempre perdido y su cuerpo fuese donde siempre necesitó estar y donde no le importaría quedarse hasta el fin de sus días.

En su cabeza ideó el momento en el que él se levantaba y se acercaba a su mesa con cualquier estúpida excusa en la que ella acababa invitándole a sentarse y hablaban y hablaban y ella era tan perfecta como él imaginaba. O incluso más. Se intercambiarían los teléfonos y vivirían una de las historias más felices que ni siquiera Richard Linklater podría haber creado para la gran pantalla. Pero el miedo a que ella no fuera tal y como imaginaba, le podía. Pensar que quizá ella tuviera novio o le rechazara, le aterraba. El miedo. Ese maldito miedo. 

Él era el típico que creía en el destino. Esa típica persona que cree que haga lo que haga, si se está destinado a algo, acabaría ocurriendo. Así, de esta manera, lo dejaba todo en manos del azar. "Si mi destino es estar con esa chica, algo ocurrirá para que antes de que alguno de que los dos salgamos por esa puerta, acabemos conociéndonos", pensó. Ése era su escudo. Su clavo ardiendo. Su 'casa' en la pared de cualquier colegio en un recreo. Su forma de esperanza.

Pasaron los minutos y ella pidió la cuenta. Mientras el camarero la traía, su mirada y la de él volvieron a cruzarse. Ella giró la cabeza exclusivamente para mirarle y él sólo acertó a tragar saliva y apretar los dientes mientras sentía otra daga de esas del maldito Cupido. "Que ocurra. Maldito destino, ocurre", tan sólo acertaba a pensar mientras no le perdía ojo a la chica, que sacó su billetera del bolso, pagó, cogió su abrigo y mientras se ponía la bufanda para salir, él empezó a sentir el dolor de la realidad. El mismo dolor de alguien que cree que algo es especial y único y luego descubre que no era así. El mismo dolor de un niño que pensó que los Reyes eran magos antes de descubrir la verdad. El dolor de aquella historia que pudo haber sido, pero no fue.

No la deja de mirar mientras se marcha. La ve salir por la puerta y agachar la cabeza por el frío y en su interior, él todavía alberga una última esperanza de que ella frene la marcha y termine por mirarle a él, sentado en esa cafetería, y que había imaginado un futuro casi perfecto para los dos. Pero no. Termina por perderla de vista cuando cruza la esquina. Y ya está. No había más.

Él agacha la mirada y pide la cuenta también. Mientras el camarero la trae, piensa en todos los momentos que tuvo para decirle algo. En si tendría que haber sacado valor para acercarse a su mesa. En si el puto destino realmente existe o no. Y es ahí donde se da cuenta. El destino no actúa. El destino es el momento y el lugar. El destino nos coloca en el sitio adecuado y a la hora adecuada. El resto, todo depende de uno mismo. Los milagros no existen. Nada tiene que ser. 

Sonrió. Soltó un billete de cinco euros encima de la mesa. No esperó el cambio. Salió corriendo hacia la puerta mientras se colocaba el abrigo y se dirigió hacia la dirección a la que ella había salido, esperando a que el destino aún le permitiera poder encontrarla para decirle que aunque la mayoría de días pasan por nuestra vida sin trascendencia, él recordaría por siempre esa fecha. El día en que la conoció.

Comentarios

  1. Respuestas
    1. Todas las historias que cuento en este Blog tienen algo de biográfico y algo de una película. Lo segundo, debéis cazarlo vosotros :)

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