Un amor con despedida fija



Principios de octubre, el otoño empieza a sentirse. Estoy en un pub inglés, en una pequeña ciudad de Inglaterra. El reloj pasa de las 11 de la noche y en la mesa se acumulan los vasos de cerveza vacíos y los platos de comida. Y ahí está ella, justo enfrente de mí. Me habla de sus tonterías, como es habitual ya, y lo hace mientras no deja de masticar a la vez. Bebe de su vaso y se ríe muy alto al mismo tiempo. Se tiene que poner la mano en la boca para que no se le caiga la cerveza. La gente nos mira, extrañados. Me encanta eso de ella. De otros lo odiaría, pero no puedo evitar sonreír al verla hacer eso. Y es justo en ese momento cuando me doy cuenta de que yo también estoy enamorado.

Lo más gracioso de todo es que apenas la conocí hace un par de semanas. Ni siquiera me fijé en ella la primera vez que la vi. Entré en aquella clase, llena de tantos desconocidos, con mi mochila cargada de miedos e inseguridades y de entre todos los asientos disponibles que había, me tuve que sentar delante de ella. Sus ojos verdes se clavaban con fuerza en los míos, y yo apenas podía sostenerle la mirada dos segundos. Para cuando me dijo que si quería ir a almorzar con ella creo que ya era demasiado tarde para no darme cuenta de que había entrado de lleno en un nuevo capítulo de mi vida, con ella como protagonista.

Mi estancia allí tenía una fecha de inicio y una de salida bien marcadas. Embarcarse en un viaje sentimental en esas circunstancias tenía su riesgo. A mí ya me habían castigado suficiente el corazón como para ponerle cinco candados a su puerta y tirar la llave al mar. Pero en este viaje que es la vida, quién es capaz de decirle que no a una nueva aventura, soñando con que ésta sí sea la buena y se pueda llegar felizmente al final del trayecto. Al menos, tenía su sonrisa como provisión, sus ojos como faro y su cuerpo como salvavidas en caso de emergencia.

Nadie sabía lo nuestro. Más de 30 personas alrededor, y ninguno se daba cuenta de cómo nos enviábamos mensajes al móvil por debajo de la mesa. No hubo ni una sola persona que descubriera cómo la aparté de la escena en aquél parque a las 2 de la mañana y la besé por primera vez sin que ella se lo esperara. Nadie se percataba de cómo yo la esperaba durante 10 minutos escondido a la salida del bar, para irnos juntos de vuelta a la Residencia. Ah, ese amor veinteañero. Tan primerizo, tan inocente, tan ilusionante, tan pasional, tan de no salir de la cama en todo el día, tan de ti y de mí, tan de nosotros.

Una semana después, entre lágrimas, me confiesa que está enamorada de mí. Es noche cerrada y estamos en medio de una calle que no recuerdo el nombre. No sabía qué decir. Me abraza y me susurra al oído que me necesita, y que aunque yo todavía no lo sé, yo a ella también. En aquél momento lo negué. No quise verlo. Me dio vértigo todo. Le pedí tiempo para asimilarlo todo y que nos dejáramos llevar. Que disfrutásemos el momento. Y vaya si lo hicimos.

Y ahí la tengo delante mía, en ese pub. Ella se sigue riendo de mi acento y de mi inglés. Yo le enseño palabras en español y le grabo vídeos para poder recordarla. Y es que mañana me voy y me tendré que despedir de ella. Quién sabe si para siempre. La pena me invade por dentro, pero no quiero que se me note. Mi experiencia me dice que una vez que dices 'Adiós' a alguien, puede que sea un 'Hasta siempre' aunque tú te empeñes en pensar que será un simple 'Hasta luego'. A veces se calla y me mira. Veo en sus ojos lo que está pensando y le acaricio la mano mientras le digo, sin que ella me diga nada, que no piense en ello ahora. 

Es en ese momento cuando se lo digo. "Estoy enamorado de ti". Cuatro palabras que resonaron en las paredes del pub. Cuatro palabras que le despertaron una preciosa sonrisa que aún hoy, tantos años después, todavía recuerdo. Ella se estira sobre la mesa y me besa. Con ese beso tan pasional y característico de la primera vez después de un 'Te quiero' o un 'Estoy enamorado de ti'. Un beso que hace que los labios no quieran separarse. Casi como si fuesen los dos polos opuestos de un imán.

A la mañana siguiente, fuimos de la mano hacia la puerta. Las lágrimas recorrían sus mejillas y yo apretaba los dientes para no romperme. Ella me decía que me quería y que me echaría de menos. Ojalá pudiera haber parado el tiempo aquella mañana. Pero así son este tipo de amores a contrarreloj, cortos, intensos y con una despedida fijada que en mi caso, había llegado ya. Ella me obligó a prometer que nos volveríamos a ver otra vez. Se lo prometí, y con un último beso, me marché.

Y es que este tipo de amores llevan otra característica más, una última promesa que nunca sabes si podrás cumplir algún día.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Clímax

La chica de la mirada profunda

La última vez